domingo, 23 de agosto de 2020

(Cuento corto de Miedo) Miedo a la verdad.

Una pequeña anécdota de hace unos días.
 
El metropolitano fue el mudo testigo de este encuentro con un viejo virus que deteriora el alma de la gente, pues mi persona se encontraba en un viaje de traslado a lo que viene siendo su espacio laboral, sin presencia de la prisa por llegar al destino, entra al mentado servicio de transporte con la misma calma de su carácter neutro de peculiar meditación, con la seguridad de sus pasos que días anteriores la vida le ha cantado, creando su mundo ideal sin miedo a pandemias y sin rastro de bozales.
 
Aborda el tren sin prisa alguna ni burda competencia por sentar las nalgas en algún plastificado lugar sino siguiendo la armonía del llamado de un buen rincón para desenfundar su libro y ponerse a leer a su amado poeta de todos los lugares.
 
La congestión de pasajeros se sucede dentro del tren con un curioso desorden que impide rebasen el espacio de lectura de mi persona, quien sorprendido por el ovalo que cual frontera limitaba el paso de semejantes, continuaba devorando legajos de aquella narrativa impresa.
 
No fue sino hasta llegar a una famosa estación de cotidiano tráfico en abundancia que un palidecido trabajador del metropolitano experto en gritar y llevar gafas negras solicitó me colocara el bozal de inmediato, sintiendo su mirada furiosa decidí prestarle atención haciendo caso omiso a su orden, con las puertas del tren y cerca de nueve individuos separándonos, se propuso a repetirme la orden, no sin antes enfatizar la dirección de su mirada y tornándose en un tono rojizo de su desolado rostro.
 
Seis meses evitando usar un ridículo bozal que absurdamente llaman “obligatorio” ocasionó que le sonriera al enfurecido trabajador de traje marrón diciéndole “Si, así está bien” provocando la mirada de los adormilados compañeros pasajeros que sin saber lo que se sucedía allí volteaban a todos lados con cara de no saber ni que pedo pero desde ya dar solución.
 
No tardaron en deducir cual era la situación más sin embargo ni un respirar se escuchó en ese momento, sin la menor intención de obedecer, levante mi libro a la altura correcta para continuar interpretando aquellas bellas líneas literarias, las puertas del tren se cerraron dejando fuera al iracundo empleado de tacuche marrón, quien al verme partir solo dio un aviso por su radio que solo él sabrá a que demonio invocó.
 
Pero algo se despertó en los compañeros pasajeros de ese vagón, pues la mirada de odio de aquel empleado se había multiplicado en ellos, lanzándome miradas de tal modo que se podían adivinar sus pensares, murmullos comenzaron a evidenciarse en aquel apretado espacio de alientos compartidos y una tal Susana distancia chingando a su madre, murmullos más fuertes, acusaciones, invocación de autoridades y hasta un “Por eso les rompen su madre” se escuchó.
 
No fue sino hasta que les presté atención que supe a quién iban dirigidas esas densas vibraciones, pero comprensión no me faltaba, sabía por que me miraban así, era por aquel virus mortal, ese tan famoso y del que la mayoría de mis paisanos están infectados y pereciendo. “El Miedo”
 
El virus del miedo los había poseído a tal grado de pensar mil y un barbaries clamando un castigo a mi desobediencia, invocando a sus autoridades a encargarse de mí, deseando ver correr mi sangre por creer en algo diferente, por hacer uso de mi libertad, querían que claudicara, pero no, nunca más.
 
Reflejando muchas de las miradas más siniestras opte por seguir degustando aquel alimento literario y seguir brillando, sin sucumbir ante la negrura de aquella tiniebla que se gestaba en aquel vagón, el camino se despejó a mi paso cual si los hechos solo fungían de afirmación a esa forma de caminar que voy adoptando, no miré hacia atrás, respete toda vida y decisión, así el infierno sea el lugar donde quieren estar, la libertad es un don divino que nadie quiere aceptar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario